QUINTAS DE RECREO

QUINTAS  DE RECREO

Las "quintas de recreo", ubicadas, todavía  a mediados del siglo XX, en la periferia de las ciudades, era una institución bien chilena de gran interés antropológico que, por desgracia, no mereció la atención de los especialistas. Constituía de una parte una especie de nostalgia por  la ruralidad perdida, y por otro una aproximacion campesina a los sueños de una urbanidad todavia no accesible, en suma un espacio para  la añoranza y la esperanza de una cultura propia del Chile central que se resistía a entrar en la modernidad.

La mayoría de la población del Santiago de entonces, tenía raíces en el ámbito rural; de ahí que más de uno tenía una huerta en su propiedad o  un jardín en el patio de la casa.  En Ñuñoa, por ejemplo, las casas estaban dentro de grandes parcelas; algunas aún  con pequeñas viñas.

Las quintas de recreo, propias del  valle central,  se iban a reproducir al sur de Santiago y en las afueras de las ciudades. Este fenómeno va a ser común a toda esa zona y hasta Puerto Montt.

En los años 1960 seguían siendo lugares en  donde había comida, trago, música y baile; sobre todo un lugar de encuentro, tal vez único en su género, entre citadinos y habitantes rurales. Allí se presentaban artistas locales o conocidos en el país;  algunas tenían un  pianista permanente y otras una orquesta en vivo  y la música llenaba el ambiente. Siempre corría mucho vino, aunque había también tragos cuya variedad dependía de la región, del barman o del gusto de los clientes: terremoto (pipeño con helado de frutas), ponche (vino, agua, frutas), clery (vino, fruta, aguardiente), chupilca (vino, harina tostada, azúcar), parafina (pisco con Bilz), etc. etc. 

Llegaban huasos y mujeres de los campos vecinos,  así como hombres de diferente condición de la ciudad y también mujeres solas en busca de distracción. En este último grupo muchas empleadas domésticas en su día libre, muy atildadas, llegaban más bien temprano, generalmente los domingos y festivos. La mayor parte de los parroquianos venían a tomar trago, a bailar y también, por qué no, a ver si podían establecer una relación más íntima con el sexo opuesto.

A las quintas de recreo era corriente que  llegara gente “de a caballo” y por ello era frecuente que, junto a la casa principal, se construyera un varón o estructura en madera: un largo tronco de árbol suspendido por dos horcones, para  que los jinetes amarraran las riendas de las cabalgaduras.

El distanciamiento entre el mundo urbano y el rural, se produciría más tarde. Poco a poco con la modernidad y, sobre todo, con la expansión urbana sobre zonas rurales, y el cambio en los gustos de la gente, irá disminuyendo la afluencia de público a estos lugares.

Las quintas de recreo se van a transformar en hosterías o en fuentes de soda a partir de los años 70 y en boîtes nocturnas, a partir de los 80. La  cultura urbana termina por dominar esa especie de ambigüedad en que vivieron mucho tiempo los desraizados campesinos, finalizando de este modo una sociabilidad bien particular, rica en encuentros y que respondía a intereses tanto urbanos como rurales.

Cuando vivía en Ñuñoa cuando estudiante frecuenté la Quinta Valparaíso, ubicada en las casas de una antigua propiedad rural en Avenida Ossa, más abajo de plaza Egaña, aunque en Santiago había varias otras situadas siempre en las afueras del perímetro urbano.

La última vez que frecuenté una de ellas fue en Puerto Montt, no como estudiante urbano, sino acompañando a un grupo de campesinos amigos. Los conocía a todos y habíamos explorado juntos unos terrenos aledaños a los que iba a ser la carretera de Pargua, en la Región de los Lagos. Surgió la idea de ir a una quinta de recreo que existía en las afueras de Puerto Montt, más precisamente en los límites de la Población Lintz y el campo que se extendía por los altos de la Paloma.

Nos juntamos frente a la escuela de Tepual y emprendimos el viaje a  caballo a Puerto Montt, siguiendo la ruta ripiada que existía en aquel entonces.  ¡Íbamos a recorrer 18 kilómetros para ir a una quinta de recreo! Todos nos habíamos esmerados en el aspecto personal y en las respectivas monturas.  Tenía entonces 22 años y recuerdo claramente el entusiasmo  y la alegría de mis compañeros de ruta.

Recuerdo también la sensación de estar realizando un acto contestatario  contra los comportamientos urbanos conformistas, formales y a veces excluyentes hacia los venidos del campo. Experimenté una gran alegría al  recorrer a caballo, junto a mis amigos, las calles que bordean la plaza de Armas, escuchando resonar los cascos sobre el pavimento, semejantes a golpes contra seres invisibles. Era  temprano cuando llegamos a Puerto Montt y como era domingo pocos repararon en nosotros.

Llegados a la quinta de recreo, amarramos nuestros caballos en el varón y al entrar nos dimos cuenta de que éramos los primeros. Los más jóvenes se quitaron los ponchos enseguida mientras tres o cuatro guardaron los suyos y pedimos instalarnos en una gran mesa rústica desde la que podíamos ver el varón donde estaban los caballos. Había música indirecta, cantaba Sarita Montiel, y los amigos campesinos se maravillaron con su  voz. Empezamos pidiendo una ponchera acompañada de una pichanga, plato criollo  para picotear y sacar apetito. Unos se anotaron con entrada de cazuela de vaca y otros de morcilla con  ensalada como primer plato y como plato de fondo, asado de cordero, asado de chancho y perniles de chancho. En realidad, la carta de los platos era menos larga  que la de los tragos.

Mientras esperábamos el almuerzo pantagruélico, dimos cuenta de la pichanga y de la ponchera.  Seguimos con el vino tinto proveniente de Cauquenes. Se había juntado gente para el almuerzo,  jóvenes y cuarentones, muchos en pareja, la mayor parte parejas de novios o simplemente enamorados. El panorama cambió por la tarde, llegaron hombres solos y muchas mujeres jóvenes bien arregladas; entre estas era evidente que se trataba de muchachas del campo, empleadas en la ciudad, seguramente como domésticas, todas en busca de distracción. Asimismo, llegaron otras, muy risueñas y desenvueltas,  que  fueron las que más llamaron la atención de los amigos campesinos; al parecer se trataba de mujeres de vida ligera por su manera de vestir y su risa fácil.

La música dominante era de tango y nuestros amigos más jóvenes comenzaron a desafiarse para ver quien se atrevía a invitar a bailar a alguna de esas bellas mujeres todavía disponibles. Decidieron tirar al cara y sello para decidir quién salía primero a la pista, pero ninguno se atrevió, la timidez campesina parecía haber aumentado en ese ambiente desconocido de la quinta.   

Cerca de las cuatro de la tarde se presentó el grupo de músicos habituales y el ambiente cambió. Se escucharon rancheras,  corridos mexicanos y más tarde las cuecas.  A esas alturas los  amigos estaban con bastante trago y dos de ellos, de más allá de cincuenta, decidieron  quitarse el poncho y entraron a la pista sin pareja, pero con la intención de arrebatársela a alguien; el ambiente era muy alegre y amistoso, no hubo  problema y pudieron sacarse el gusto.

A las siete de la tarde cuando emprendimos la retirada, solo tres o cuatro montamos sin dificultad; a los otros  hubo que ayudarlos a meter el pie en el estribo y empujarlos. De regreso, bajamos al galope por la calle Regimiento y  volvimos a atravesar la plaza de Armas, ante las miradas asombradas de los transeúntes, seguimos por Urmeneta y pusimos nuestros caballos al paso. Llegamos cerca de las diez de la noche de regreso a Tepual y nuestros amigos campesinos decidieron, para terminar en debida forma la jornada, hacer una escala donde Doña Otilia, una señora que regentaba una cantina clandestina, con venta de chicha, vino y aguardiente. Una victrola de discos 45 animaba el ambiente. Era el sitio de distracción que le venía mucho más a nuestros amigos. Pero aun así, con el paso de los días no iban a cesar de contar maravillas sobre la quinta de recreo visitada en la ciudad sureña ese domingo tan  especial, fuera de lo habitual para ese mundo campesino.